jueves, 22 de mayo de 2008

Moralistas de comienzos de siglo

Preguntas sobre comportamientos sociales

Personajes de fuego y nieve en la geopolítica colombiana y continental.


por Carlos Vásquez – Zawadzki


“Nuestro siglo quizás haya sido hipócrita,
pero asimismo amoral”,

Umberto Eco


Moralistas VS. Utopistas

En ¿Por qué escribo?, inteligente libro de aforismos de Darío Botero Uribe editado en el 2001 por la Universidad Nacional y la ESAP –hermosa edición ilustrada por el Maestro Dioscórides e impresa en papel Emerald Stone en cromatismos granizo, banana, arena y avellana— el autor colombiano distingue moralistas de utopistas. Así, “los moralistas predican que la vida es sufrimiento; su Dios hambriento de sacrificios exige la autoflagelación”; en cambio, el utopista, “recomienda una vida centrada en un proyecto de vida creador y realizador del talento particular de cada individuo; pero como complemento hay que utilizar todas las formas de erotismo, de gratificación, de fomento de la alegría; una economía del placer que busca el goce sin excesos para ahorrar todo lo posible el sufrimiento”. Botero Uribe regresará en su libro en diferentes oportunidades sobre el/ los utopistas, confrontándolos al racionalista, al gran pensador o filósofo, etcétera.

En estos comienzos de siglo y milenio, los moralistas se multiplicarían y expresarían como políticos, fiscales, comunicadores, periodistas, en fin, sociedad civil... Más aún, se comunicarían con el país colombiano desde el Congreso, el gobierno, las empresas, las Cortes, los gremios, las páginas editoriales, las cátedras...

Su prédica en lugar de clarificar los problemas nacionales, regionales y locales –violencia, justicia social, guerrilla, paramilitarismo, corrupción, mafias...— nos confundiría. Su goce en el dolor se proyectaría a sus semejantes: para no aparecer como masoquistas o perversos, se escudarían en una doble moral, en simulacros de moral personal y pública. Ese sería su ‘talento’, diferente en las pulsiones de vida creadora que pone en juego el utopista de Botero Uribe.

Aproximaciones ‘a mano alzada’

El moralista no nacería; el moralista se haría –hipócrita y lúcidamente-- en familia y sociedad decadentes. Dice Eco: “la hipocresía es una constante de la conciencia moral, pues ésta consiste en reconocer el bien y apreciarlo, aún si en otra parte se está haciendo el mal” (Entretiens sur la fin du siècle, Fayard, Paris, 1998).

El moralista aquel que, analíticamente, no está ni puede estar libre de culpa y desea tirar(nos) la primera y última piedras, busca dividir el mundo social en dos bandos irreconciliables, polarizados, excluyentes. Su mejor que es pésima conciencia, claro está, lo lleva siempre a alinderarse en el cartel de los buenos del sistema.

Este personaje –hombre o mujer— es su propio enemigo secreto, pero reprimido. Sus sueños inquietantes, en corto circuito, están poblados de pesadillas y fantasmas angustiosos. Parecería que de su propio barco infestado de piratas amotinados, sentenciosos y vengativos, estuviese a punto de saltar al mar invisible de tiburones nocturnos. Ignora ser mandíbula desgarradora, y se pretende capitán comprensivo.

El moralista ama de maneras mágica y rabiosa las máscaras (hipócrita, recordémoslo, es todo actor). Es su ser –como las monedas que se manosean en su libre circulación— de dos o más caras. Caraleón o mejor camaleón, sabe camuflarse ante su propio espejo e imagen acusatorios, flagelantes. Uno y vario según las circunstancias, en cada horneada tiene la misma esencia mentirosa del supuesto virtuoso, y luce calientito ante los ojos hambrientos que esperan escucharlo y comerlo. Así es su mundo de apariencias en las sociedades ‘modernas’ o postmodernas.

Fabrica, pues, una identidad hacia fuera o simulacro. Dice pertenecer a la esfera de lo público. Es símil de su propio discurso en falsete. De esta manera nadie lo confunde –en la comedia de equivocaciones que es la vida social, y la vida toda— ni se extravía con su presencia que es de verdad una ausencia.

Hoy en nuestras costas no habría peligro de moros, porque creemos con ciega fe ciega que en nuestras playas blancas del Caribe y morenas del Pacífico no desembarcarían nunca los marines del Imperio. El peligro está –a lo largo y ancho de nuestra geopolítica— en los moralistas, conversos de la modernidad irrealizada en postmodernidad indeseable y globalizada, es decir, insensata.

Porque, estos se infiltran con el sigilo presupuestado y la sutil inteligencia de la hipocresía (su secreto lo llevan a cuestas como un saco de huesos sonoros y macondianos) en todas las organizaciones de derecha, centro e izquierda de estos comienzos de siglo y milenio. Infiltrados, lanzan su piedra que es todo un carro-bomba para hacer estallar la vida corporativa o comunitaria. Esa, su ‘verdad’ explosiva o implosiva, su estructura mental psicótica.

Se introducen en iglesias y partidos, fiscalías y gobiernos, en el parlamento y en las cortes, en los mismos centros de estudios y universidades de librepensadores, en fundaciones, empresas, gremios, constructoras, museos y casas de la cultura, entidades privadas y oficiales... Como un dióscuro a imagen del bíblico Dios hambriento de sacrificios, el moralista tiene el don de la doblez, y al mismo tiempo está aquí y allá –multiplicándose--, en todas partes donde los ríos de la moral suenan. Aplicado, obsesivo (se persigue así mismo sin que su espíritu oportunista se reúna con su cuerpo masoquista), quiere ser siempre el primero, la vedette o estrella sin cielo ni tierra de los justos (su mala conciencia estará al final de la cola en el juicio de la Historia).

El moralista es lobo disfrazado de legendaria abuela tierna y maternal, para inquisitoriarnos, clasificarnos y devorarnos mejor (el moralista ante el poder exige sacrificios en altares fratricidas). Esa abuela englutida de una sola tarascada –el moralista no morderá ni rasgará dos veces la misma piel ensangrentada— viviría oxigenada en su oscuro vientre: cueva de ficciones sádicas donde se cuentan historias de las riquezas de Aladino (¡ah ladino!) y sus cuarenta ladrones.

Umberto Eco nos recuerda la definición de la vida pronunciada por Shakespeare: A tale told by an idiot, full of sound and fury (una fábula plena de ruido y furor, contada por un idiota). Idiota como el moralista y sus seguidores, entre otros idiotas decadentes.

1 comentario:

Unknown dijo...

UN ARTICULO MUUY INTERESANTE..
VIVI G.